lunes, marzo 29, 2010

“No muerdo ni acaricio” Entonces, qué


Fue en la noche, recuerdas. Bueno, no ha de resultar extraño, sabes que tú y él existen de noche. Y otra vez comienzas con preámbulos; éstos han de ser ya tu lugar común favorito.


No olvidas su rostro adusto, ni sus palabras directas; ésas que –crees- ansiaban retumbar dentro de ti para hacerte correr, ahora hacia enfrente. Con él, tal vez. Supones que esperaba romper los lazos que te atan al pasado. Cómo le dices que esa es tu labor cotidiana, sólo para intentar dejarte estar con él.


Ni aquel ritmo de sensual reggae logró dulcificar el efecto de sus premisas. Intentaste distraerte con la pareja sentada en la banca de enfrente; ella, divertidísima charlando por teléfono; él, entretenidísimo pensando cómo llamar su atención, y no perder el tiempo que planeó sólo para dos. No funcionó, ni tu plan, ni el de él.


Nada evitó que volvieras tu mirada hacia él, sentado a tu lado, intentando explicarte su preocupación: que algún día dejes de sentir; que la frialdad se haga constante implacable en tu vida; que decidas continuar con el vaivén de un abrazo a otro; que nunca más detectes diferencia entre unos labios u otros, entre una mirada u otra. Que un “Te amo” te sea -por siempre- glacial.


Jamás soñaste con un príncipe azul, aunque han llegado a ti verdes, rojos y multicolor. Decidiste huir del amor, pero éste parece aferrarse a ti. Y aunque la estructura de tu pensamiento te inste a correr, volar y andar sola, tomar a alguien de la mano no ha de estar tan mal.


Dile, entonces, que lo amas, que –por ahora, el tiempo que sea- has decidido estar con él. Pensarlo. Amarlo. Que nada –ni a nadie- más deseas. Díselo.

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